Cuando falleció mi padre en Cuernavaca, Morelos tuvimos que viajar hasta esa bella ciudad de improsivo para estar con él, fue un viaje muy pesado en la madrugada y con la expectativa de qué iba a pasar con mi papá, nunca creí que estuviera tan grave, así que su muerte fue totalmente una triste sorpresa.
Llegamos mi abuela, mi hermano y yo, y al parecer él sólo nos estaba esperando, puesto que a las horas falleció. Lo alcancé a ver inconciente, y le hablé.... nunca sabré si me escuchó, a veces he deseado que se me aparezca en un sueño y me diga que si, que supo que estabamos ahí, a su lado, acompañándolo.
Mi tía, que lo cuidó hasta el final, nos presentó a Doña Angelita.
La señora era cristiana, y se dedicaba a estar en los hospitales dando ánimo a los enfermos, a los familiares, rezando, hablando de su Dios.
Yo nunca he sido religiosa, desde pequeña jamás me gustó ir a misa, y la religión siempre me pareció una pérdida de tiempo, una institución hipócrita y hasta cierto punto innecesaria.
Doña Angelita, estuvo con nosotros todo el día, todo ese 12 de julio que marcó mi vida.
No sé si fueron esos momentos de sensibilidad extrema, de dolor tan profundo, que su compañía fue un gran aliciente para mi. Su presencia me llenaba de paz, de confort, ella fue la que me dijo que mi padre había fallecido, y me tomó en sus brazos mientras yo me derrumbaba. Minutos antes, hice lo que nunca, me presté a rezar con ella, a repetir sus palabras de fe.
Nunca la olvidaré.
Fue como un bastón de madera fuerte con el que me sostuve ese día tan pesado.
Y con ella, no sé si precisamente empecé a respetar a la religión en si, por ese albergue emocional en el que te puedes refugiar, o a las oraciones que apaciguan tu alma, o a la fe que te ayuda tener esperanza, o al espiritu de algunas personas que te ayudan sin nada a cambio y te ofrecen un hombro a pesar de no conocerte, tal vez parte de lo que su religión les anima a hacer o la bondad de alguna gente.
Espero algún día volverla a encontrar, y agradecerle lo que hizo por mi.
